II. LOS REGALOS

La inminente llegada de los Reyes Magos perturbó rutinas y desencajó planes en la mayoría de las casas de Logroño, sobre todo en aquellas en las que había niños y niñas a bordo. Tampoco el hogar de Raúl se libró de ese remolino de euforia, donde hacía días que la vida giraba casi en exclusiva en torno al frigorífico, en cuya puerta la familia había pegado la carta dirigida a los tres de Oriente. De entre todos los regalos detallados en aquella misiva, había uno que resaltaba con un brillo especial: cuatro entradas para ver el musical El Rey León, en el Teatro Lope de Vega de Madrid. ¿Podía haber algo más grandioso para Raúl que un viaje a la selva para conocer a Zazú, Simba, Nala…? ¿Existía algo mejor que sincronizar el corazón con el rugir de la naturaleza? No, realmente muy pocas cosas superaban ese regalo. Aunque, bien pensado, tal vez una cosa sí podía superarla o, al menos, la igualaba en importancia: los gigantes.

La amistad de Raúl con los gigantes se remonta a años atrás, cuando los vio por primera vez danzando por las calles un día de fiesta, tan majestuosos, tan imponentes, tan ajenos al polvo del camino. Con largos trajes y una erguida dignidad plasmada en sus rostros, giraban sobre sí mismos revolviendo el aire y haciendo temblar al mundo con sus pasos de baile. Al joven guerrero le bastó unos segundos, apenas tres o cuatro, para comprender que estaba delante de unos seres magníficos, extraordinarios, y, sin duda, merecedores de toda su atención. Así fue como a partir de aquel día nació en él su conocida afición por coleccionar figuritas que imitan a sus queridos colosos. Incluso los Reyes Magos, conocedores de esa pasión, quisieron contentar a Raúl regalándole nuevas réplicas. Esta vez, la de los gigantes de Pamplona. El niño no podía ser más feliz.

De hecho, su excitación era tal, que sus padres se preguntaban si tanto arrebatamiento alteraría el equilibrio que su hijo necesita para librar sus batallas contra el Reino de la Tormenta. Por lo que sabían de esta guerra, cualquier emoción amplificada, cualquier estímulo que entorpeciera la concentración del joven, podría ser aprovechada por el enemigo para atacar. Una sola distracción, y los rayos caerían sobre él sin piedad.

Ilustración de Matías Zabalegui.

Ilustración de Matías Zabalegui.

Pero, para bien o para mal, lo que al rey Tronan le sirve para derrotar a unos cazadores de tormentas, no le sirve para acabar con otros. Por eso, el malvado monarca, al comprobar que Raúl no bajaba sus defensas ni distrayéndose con los maravillosos regalos que había recibido, se había visto obligado a idear otra táctica. Una en la que la noche fuera su aliada y el descanso del guerrero su mejor oportunidad para lanzarse contra él. Solo tenía que esperar unas horas más, y se presentaría una ocasión más propicia para el combate. Mientras tanto, sus ejércitos desentumecían sus huesos y, sigilosamente, ocultos en la sombra, se preparaban para cumplir órdenes.

El ataque cayó sobre Raúl cuando dormía, exactamente cuatro días después de la cabalgata y cinco después de haber sufrido el último. El alto el fuego no había durado mucho esta vez. Sin embargo, y a pesar de este contratiempo, algo de suerte sí tuvo en esta ocasión: el enemigo atacó durante menos de dos minutos y no volvió a hacerlo en toda la noche. Toda una sorpresa que ayudó a que esa semana Raúl se recuperara de los golpes antes de lo habitual. Y es que el tiempo que dura una embestida de Tronan es fundamental para la salud de Raúl.